Tras haber reculado hasta el fondo de la cueva a lamerse las heridas de la picadora de carne humana del tienes que, uno le acaba cogiendo cierto cariño a la oscuridad familiar y a la calma tranquila de ahí abajo, como una especie de Shelob en sus horas más bajas, absorto en el amaro far niente de contemplar las pequeñas deidades que le devuelven a uno una mirada vacía desde sus huecos en la pared, iluminadas por la ténue llama de Vesta. Pero en algún momento hay que salir a buscar algo para alimentar el fuego, porque la cuerda del autómata da para poco más que para una animación sostenida alrededor del vórtice del sumidero.